El funcionario.

Segundo día de pacto. Voy camino del Ayuntamiento, necesito sacar un permiso para una pequeña reforma en mi casa. Llevo días preparando todos los papeles. Una docena de fotocopias del DNI, por delante, por detrás y de canto. Los últimos treinta recibos del impuesto sobre bienes inmuebles, escritura de mi piso que certifica que es de mi propiedad desde el año 1492 (antes del descubrimiento de América) y el imprescindible formulario de solicitud 205/41 cumplimentado con buena letra. Ah, y una estampita de la Virgen de Fátima.
Entro, hago mis dos horas y veinte minutos de cola y, por fin, me encuentro cara a cara con el funcionario. Hago una reverencia, cruzo los dedos y deposito los papeles en el mostrador. Él ni los mira.
—¿Y el modelo 205/42? —me pregunta inquisitivo.
—¿205/42? Yo tengo el 205/41 —le contesto procurando no mirarle a los ojos. Los funcionarios no soportan que se les mire a los ojos.
—El 41 ya no sirve. Hace falta el 42. La nueva ley entra en vigor hoy.
—¡Hoy! ¡Caray, qué mala suerte! —le digo con inquietud—. ¿Y qué cambia entre el 41 y el 42?
—El número. Uno es el 41 el otro el 42­ —me contesta con una irrefutable lógica de empleado público.
—¿Y no se puede hacer una excepción?
Nada más terminar la frase me doy cuenta del error. Acabo de apelar a su compasión. Se lo he puesto en bandeja.
—¡No! —me contesta con decisión mientras una sonrisa perversa aparece en sus labios. Sabe que me ha vencido. Otro ciudadano aplastado por la burocracia.
Agacho la cabeza, necesito marcharme lo antes posible. Sin embargo mis piernas no se mueven. Hago un esfuerzo, intento desplazarlas con las manos. Nada de nada, congeladas, pegadas al suelo con SuperGlue.
El funcionario me observa extrañado. Es inusual para él que alguien se rebele a su autoridad.
De pronto vuelvo a sentir un hormigueo a lo largo de mi cuerpo e igual que el día anterior pierdo el control de mis actos. Otra vez el maligno maneja mis hilos.
Me inclino sobre el mostrador, agarro al empleado y le estiro suavemente hacia mí hasta que su rostro se queda a pocos centímetros del mío. Luego le susurro al oído:
—Te voy a arrancar la piel trocito a trocito y me regocijaré con tus gritos de dolor, después abriré tu pecho y me comeré tu corazón y, por último, te llevaré conmigo al infierno y allí arderás para la eternidad.
Ocho segundos más tarde salgo de la oficina con mi permiso firmado y sellado.

Una vez en la calle, rebosante de felicidad, decido entrar en una tienda de chucherías. Quiero celebrar la victoria. Empiezo a llenar una bolsita de plástico con bombones de chocolate blanco cuando la dependienta me interrumpe con brusquedad.
—Voy a cerrar ahora mismo, tendrá que volver por la tarde.
Me quedo unos instantes desorientado, sin saber que hacer.
—¡Pues no! —le contesto finalmente sin levantar la voz—. Quiero mis bombones ahora­.
Y sin temor repito palabra por palabra la fórmula mágica:
—Te voy a arrancar la piel trocito a trocito…
Sin embargo, esta vez nadie controla mis actos.
Salgo de la tienda con un kilo de chuches gratis.
Estoy aprendiendo a ser malo. Y lo hago muy deprisa.


Ah, se me olvidaba, esta noche he quedado con la rubia. En mi casa. ¡Soy feliz!

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