Las pelirrojas muerden (I).

Son las diez y media de la mañana. A duras penas consigo apartarme del sujetador de Mónica. Sin quitarme las legañas me levanto y me siento frente a mi portátil. No nos llevamos bien, es muy rebelde, se cuelga cada tres minutos. Por fin lo tranquilizo y empiezo a buscar en los diarios digitales. Necesito ideas, ideas para sacarle provecho a mi pacto. Al maligno le está saliendo todo muy sencillo. Y muy barato.
.......Finalmente encuentro algo interesante. Bill Gates, el fundador de Microsoft, estará dos días en Londres. Bill Gates, Londres, mi portátil..., la idea empieza a tomar forma. Sí, ya está. Llevaré mi ordenador a Bill para que le eche un vistazo. No podrá negarse, todavía está en garantía. Me apetece la idea de colarme en su hotel sin
que su equipo de seguridad me parta los dientes y decirle lo que pienso de su Windows. Creo que con eso causaré bastantes dolores de cabeza al demonio. Además podré volver a perderme por las calles de la ciudad que me regaló los mejores momentos de mi vida.
.......Decido volar con British Airways, el triple de caro que cualquier otra compañía. Para mi
último viaje quiero comodidad y azafatas de metro ochenta. Perdón, asistentes de vuelo de metro ochenta y, sobre todo, quiero mi bandejita de comida. Sí, como las de antes de la revolución de las compañías Low-Cost. Quiero mi bandejita con comida caliente, con cubiertos de metal y con la toallita húmeda al limón para limpiarme las manos.
.......Hago la reserva online. En el momento de introducir el número de tarjeta para finalizar la transacción espero un rato para comprobar si el maligno aparece y paga el billete. ¡Pues no! Me ha tocado un demonio tacaño. Por fin consigo mi código de reserva: CRU 8659.
.......A continuación me ducho y me pongo la ropa interior de las ocasiones especiales, la de Calvin Klein.
A los cinco minutos me la quito y me pongo la de siempre, del Carrefour, la de Calvin me aprieta los..., bueno, sí, eso. Me enfundo mis vaqueros, un suéter de cuello alto marrón y mi cazadora de cuero. En Londres hace frío. Nada de maleta, ya compraré lo que necesite.

.......Llego al aeropuerto. Todos los aviones para el Reino Unido están en horario, menos el mío claro, una hora de retraso. ¡Joer con British! Espero comiéndome un bocata de salchichón, queso, atún, tomate y mayonesa. Y dos Coca Colas gigantes.
.......Por fin estoy en el túnel que conduce al avión. Dos azafatas reciben a los pasajeros en la puerta. Ambas de metro ochenta, bueno, tres metros y sesenta entre las dos. Este dato trae pensamientos indecentes a mi cabeza. Me sonríen.
.......Ya en el interior tropiezo con la tercera asistente de vuelo, también metro ochenta. Intento calcular la suma de las tres, metro y ochenta por tres..., mmm, no, demasiado difícil con el bocata que me da vueltas en el estómago. Lleva el pelo muy corto y rojizo. Su rostro está cubierto de minúsculas pecas. Esta vez me adelanto y le sonrío primero, enseñándole todos mis dientes, blancos y perfectamente alineados (tres años de ortodoncia con un dentista casi ciego, un suplicio). Sin embargo la reacción no es la esperada. La chica me echa un vistazo con desinterés, levanta los hombros y su boca se tuerce hasta convertirse en una mueca. Su expresión parece la de un niño frente a un plato de espinacas. Sospecho que no le ha hecho gracia mi actitud a lo George Clooney. Me arranco la sonrisa de la cara y me dejo caer en mi asiento. Me ha tocado al lado de un cura. Me aburro.
.......Por fin llega el momento de la comida. ¡Bieeen! Empieza el reparto de bandejitas. ¡Bieeen! La asistente de vuelo pelirroja se acerca poco a poco con el carrito, se detiene a mi lado y entrega la bandeja al cura. Su mirada se cruza con la mía, me guiña un ojo. Las aguas vuelven a su cauce. Sin embargo, de repente se da la vuelta y se aleja por el pasillo sin dejarme la bandeja.
.......Me quedo sin respiración. ¿Y mi comida? Aprieto tres veces seguidas el botón de llamada que hay encima del asiento. Nada. Le hago señas con la mano. Nada. Me observa desde lejos y me ignora. El cura se santifica presintiendo la “tormenta”.
.......Empiezo a cabrearme. ¿Y el maligno qué…? ¿También pasa de mí? ¿Dónde está ahora que lo necesito? ¿Por qué no lanza una lengua de fuego a la pelirroja y la convierte en cenizas, por ejemplo?
.......Lo que más me duele es que, por mucho que lo intente, no puedo evitar sentirme atraído por ella. Esto de ser hombre es un tormento, la próxima vida quiero nacer pájaro. Viviré más tranquilo y más libre.
.......El piloto anuncia la llegada a Londres. Yo, naturalmente, sigo sin comer. Al bajar del avión las tres azafatas me sonríen todas a la vez, se están burlando. Quiero largarme lo antes posible y seguir con mi plan. Sin embargo empiezo a notar el hormigueo. ¡No, ahora no y no! Me resisto, no quiero que el demonio tome el control de mi cuerpo. No me apetece montar numeritos. Sin embargo es inútil. Me doy la vuelta, retrocedo unos pasos y me planto frente a la pelirroja. Me fijo en la chapita colgada en su uniforme a la altura del pecho, con su nombre y su número de identificación: Maeve O' Connor - CRU 8659. Me quedo pensativo, este número me suena de algo. Acto seguido las palabras empiezan a brotar de mi boca sin control, como de costumbre.
.......—¿Quieres merendar conmigo? —le pregunto con la más absoluta seriedad.
.......La chica me mira de arriba abajo, inmóvil. Luego se vuelve hacia sus compañeras en busca de auxilio. Imagino que lleva tiempo sin que nadie le invite a merendar. Unos veinte años.
.......—¿Merendar? —me pregunta finalmente, cerrando un poco los ojos como si les diera miedo repetir la palabra en voz alta.
.......—Sí, merendar —contesto yo—. Eso que hacen los niños.
.......Los otros pasajeros empiezan a impacientarse porque mi presencia les impide bajar del avión.
.......—Depende —me contesta al cabo de un buen rato con la misma seriedad—. ¿Merendar dónde?
.......La respuesta me coge de sorpresa. Ya no noto el hormigueo, la influencia del demonio ha desaparecido. No importa, Londres es mi ciudad y no necesito la ayuda de nadie para contestar.
.......Un Afternoon Tea en Harvey Nichols —le digo todo de un tirón.
.......Por fin los músculos tensos de su rostro parecen tomarse un respiro.

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La mañana del día después.

Tercer día de pacto. Te despiertas. Estás desnuda. Te sientas en la cama y extiendes los brazos hacia arriba para estirarte y deshacerte de la pereza. Luego te levantas sin hacer ruido. Yo me hago el dormido y te observo desde mi guarida bajo las sabanas. Sólo me faltan unas galletas de chocolate para que mi felicidad sea completa.
De inmediato te percatas de que algo ha desaparecido. Empiezas la búsqueda. En el dormitorio en un primer momento, más tarde por todas las habitaciones. Yo, a duras penas, contengo la risa.
Finalmente miras el reloj, te muerdes el labio inferior y te das por vencida. Te vistes deprisa y te recoges los rizos en una coleta. Por último extraes tu CD de Dixie Chicks de mi reproductor y lo guardas en un bolsillo. Sin embargo, a los pocos segundos, te detienes pensativa, te muerdes otra vez el labio y vuelves a introducir el CD en el aparato. Decides dejarlo allí. Me encanta espiarte.

Justo antes de marcharte te giras hacia mí y tu mirada se cruza con la mía. Me guiñas un ojo y me sonríes. Te vas.

Ya estoy solo. Me levanto de un salto y me dirijo a la estantería del salón, la de los libros. Retiro un grueso volumen, un facsímil de "El manual tipográfico" de Bodoni, el único regalo que conservo de mi ex–mujer. Casi se me desliza entre los dedos. A continuación introduzco la mano en el hueco que ha quedado vacío en el estante y sólo cuando compruebo que mi trofeo sigue allí me tranquilizo. Lo saco de su escondite con satisfacción, como un niño que consigue engañar a un adulto. Allí lo tengo, tu sostén de camuflaje. El roce del tejido con mis dedos me trae a la mente sensaciones de la noche anterior. No puedo evitar echarte de menos. Al fin decido volver un rato más a la cama. Con tu sostén y con una bolsa de cruasanes. El maligno estaría orgulloso de mí.



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Cenando con Mónica.

Seis de la tarde: faltan tres horas para que llegue Mónica. Empiezo a preparar la cena, quiero hacerlo despacio, para que todo sea perfecto. Unos aperitivos para empezar, luego pennette con flores de calabacín y gambas y tiramisú de postre. ¡Mucho trabajo!
Seis y veinte: ya está, cena lista. Los del restaurante me traerán el pedido en dos horas.
Las nueve. Enciendo las velas. Son del chino de enfrente y se consumen a un ritmo vertiginoso. También pongo música, las 101 mejores canciones románticas de todos los tiempos. Ojalá no sea necesario escucharlas todas, me dan sueño y dolor de cabeza.
En el frigorífico espera impaciente mi principal baza para seducir a Mónica, una botella de “Berlucchi Cellarius Brut 2003”. Bueno, mi principal baza aparte de mi encanto natural.
Por fin llega ella. Llevo toda la tarde cavilando acerca de la ropa que habrá decidido ponerse. ¿Una minifalda? ¿Una mini-minifalda? Abro la puerta luciendo mi cara de chico bueno, sin embargo lo que veo me deja boquiabierto. Mónica lleva unas botas militares negras, un pantalón verde de camuflaje con anchos bolsillos a los lados y una camiseta de tirantes verde de la legión. No sé si darle dos besos o hacerle el saludo militar.
Había preparado unas ochocientos frases geniales para romper el hielo, sin embargo no me acuerdo de ninguna. Me siento un poco incómodo, las velas, la música romántica, el vino y ella que parece salida de la película ”La Teniente O’Neil”. Me gustaría hacer un agujero en el suelo, meterme dentro y desaparecer para siempre.
Menos mal que de repente vuelvo a notar el hormigueo, el que me anuncia que el maligno va a hacer acto de presencia. Esta vez casi lo agradezco, aunque me preocupa qué parte de mi anatomía utilice para sus ocurrencias. Totalmente poseído y sin control me acerco a Mónica, la empujo con suavidad contra la pared y junto mis labios a los suyos. Ella no se resiste. Noventa segundos ininterrumpidos de beso. Mi record personal.
Para ser sincero el maligno sólo ha controlado mis acciones durante los primeros treinta, después ha sido cosa mía. El hielo se ha roto, se ha desintegrado.
Ahora me siento más relajado, Mónica también. Ella se deshace de sus botas con expresión de alivio y se queda con unos indiscretos calcetines de colores. Luego, sin preguntar, extrae el disco de música romántica de mi reproductor (menos mal) y coloca un CD que llevaba oculto en un bolsillo de los pantalones. Enseguida reconozco las notas de “Not Ready To Make Nice” de Dixie Chicks. Country moderno, del bueno, del que pone los pelos de punta.
Me quedo sorprendido. ¿Qué más llevará en los bolsillos? No estoy seguro de querer saberlo.
Tengo ganas de otro beso, pero no me atrevo.
Decidimos cenar sentados en el suelo, frente a la televisión, como si fuera un picnic. El señor Guido Berlucchi (el fundador de la bodega) se revolcaría en la tumba si se enterara que estamos utilizando vasos de plásticos para su vino. Ahora que lo pienso no estoy seguro de que haya muerto todavía. En fin, da igual.
Durante la cena nos acabamos la botella y, claro, nos reímos mucho. Sobre todo cuando Mónica me revela que también su ropa interior es de camuflaje. Entonces ninguno de los dos puede contenerse y estallamos en una carcajada.
Finalmente las risas se convierten en intimidad, en deseo, en sexo. ¡Lo hacemos tres veces! Bueno, dos y media. Ninguna en la cama. Mónica odia los convencionalismos. ¡Y para qué llevarle la contraria! Lo hacemos como si nos conociéramos desde siempre, sin prisa, sin presión, sin pudor. Con mi ex-mujer nunca llegamos a estar tan cómodos el uno con el otro. Esta reflexión casi me asusta.


Ahora ella duerme a mi lado, su respiración es serena. Sin embargo yo no consigo conciliar el sueño. Tengo treinta y dos años y sólo me quedan cinco días antes de tener que cumplir con el maligno y entregarle mi alma. Sé que no volveré a ver a Mónica. Hasta la semana que viene estará de viaje y para entonces… ¡Ojalá hubiera pactado más días!

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