Misión imposible.

Tengo un presentimiento. Hoy conseguiré por fin acercarme a la rubia del autobús. Y ella caerá en mis brazos. Para celebrarlo, durante el desayuno, descorcho el bote de la leche condensada, el que reservo para las ocasiones.
A continuación, lleno de energía y entusiasmo, me dirijo a la parada. Percibo que el maligno está de mi parte. Sin embargo el autobús llega con treinta minutos de retraso y mi energía se derrite durante la espera a más de cuarenta grados a la sombra.
Finalmente subo y me coloco en mi sitio habitual. Sí, tengo mi lugar en el autobús, al fondo, justo detrás de Pepín, a un metro escaso de la rubia. A pesar de esta estratégica ubicación casi nunca consigo verla ni intercambiar una mirada. Pepín suele colocarse entre ella y el resto de los pasajeros y me impide cualquier acercamiento. Pepín es un ser enorme, una montaña de músculos perfectamente entrenados de unos treinta años. Aunque estemos a cinco bajo cero siempre lleva una camiseta de tirantes con su nombre estampado delante: “SOY PEPIN”. No sé si lo lleva escrito para comunicárselo a los demás o para recordarlo él.
Una vez que tiene a mi chica acorralada empieza con su monólogo. Se atreve con casi todo: política internacional, filosofía, matemáticas... Además, acostumbra a discutir consigo mismo. Sí, suele formular una teoría y al cabo de unos minutos se lleva la contraria. Todo un espectáculo...
Sin embargo nunca ha conseguido sacar una sola sonrisa a la chica rubia.
Hoy, a pesar de mi presentimiento, todo va a seguir el guión de siempre. Mi chica arrinconada contra una ventanilla, Pepín disertando sobre la vida y la muerte y yo detrás, esperando mi ocasión. Llevábamos así unos setecientos ochenta y cuatro días. Sin embargo hoy el maligno está de mi parte.
De repente noto un hormigueo en mi brazo izquierdo. Intenso y antinatural. A continuación mi mano, dirigida por una fuerza ajena a mi voluntad, se desplaza y se va a colocar en un hombro de Pepín. El gigante, con gesto irritado por tener que interrumpir sus divagaciones, gira la cabeza hacia mí y me mira con recelo.
—¿Te puedes apartar un poco? —le digo sin vacilar—. Las palabras salen de mi boca sin mi permiso. Me quedo atónito.
Pepín, después de observarme unos segundos y hacer una extraña mueca con los labios, opta por ignorarme y reanuda su charla.

Yo respiro aliviado, la rubia respira aliviada, todos los demás pasajeros respiran aliviados...
Sin embargo, mi demonio personal, el que lleva el control de mi brazo y de mis cuerdas vocales no parece estar satisfecho. Los dedos de mi mano, que todavía sigue en el hombro del gigante, se cierran con una fuerza asombrosa, se hunden en las carnes de mi rival y le obligan a doblegarse frente a mí por el dolor.
Durante un instante me siento poderoso. Y feliz. Tengo mi venganza. Sin embargo la felicidad sólo dura un instante porque inesperadamente desaparece el hormigueo. El diablo me ha abandonado. Me ha metido en un lío de c... y después me ha dejado solo frente al peligro. ¡Cabrón!
Quito la mano y la escondo detrás de la espalda y pongo cara de arrepentido, como un niño al que descubren mientras hace una trastada. No parece servir. Pepín se reincorpora despacio, levanta su brazo, unos cincuentas kilos de carne musculosa y me arrea un manotazo justo por debajo de la oreja. Caigo al suelo. Y decido quedarme allí para la eternidad o un poco más.
A causa del golpe, del susto y de la vergüenza, los acontecimientos que suceden a continuación sólo los recuerdo a medias.
La chica rubia empieza a golpear con fuerza a Pepín con su bolso, en la cara, en los brazos, obligándolo a retroceder y a alejarse de mí. El gigante, confundido, aprovecha una parada del autobús para bajar y desaparecer. Después, ella se arrodilla a mi lado, coge mi cabeza entre sus manos y empieza a acariciarme con dulzura. Nunca había estado tan cerca de ella. Vuelvo a sentirme feliz.
Sin embargo, también en esta ocasión, mi felicidad sólo dura unos segundos. Mi mano, otra vez bajo el control del maligno, se desplaza despacio y se coloca en el muslo de la chica, bastantes centímetros por encima de la rodilla. El contacto con su piel me produce un escalofrío.
La chica se queda inmóvil. Yo desvío la mirada a la espera del segundo bofetón del día. Sin embargo, ella aparta mi mano con suavidad y se sienta en el suelo, a mi lado.
—¡Y yo que pensaba que eras inofensivo! —dice finalmente mientras rompe en una sonora carcajada.
De repente me doy cuenta de que todavía no conozco su nombre. No lo lleva estampado en ninguno sitio. En ningún sitio visible por lo menos.
—¿Cómo te llamas? —le pregunto con un hilillo de voz.

—Mónica.
Es el primer día de mi pacto y empiezo a sentirme feliz.

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El peliculón.

Casi no he podido dormir. Horas y horas dando vueltas en la cama. Eso de pactar con el diablo por la noche ya no lo haré más, me sienta fatal. Sobre las tres, he decidido levantarme y recurrir a mi colección de películas. Tengo tres.
Mientras pasaba frente al cuarto de baño no he logrado resistirme y he echado un vistazo a mi silueta en el espejo. Quería comprobar si ya se podía apreciar algún cambio en mi fisonomía por mi recién estrenado acuerdo. Tal vez más alto, más musculoso o un relevante aumento en el tamaño de mi miembro masculino. Nada de nada, calma total. Paciencia.
Bueno, a lo que iba…, la película, al final he optado por mi preferida: “El príncipe de las mareas”. La peli trata sobre la posibilidad de tener una segunda oportunidad de ser feliz en la vida. Es de llorar, de llorar hasta que te duelen los pulmones. Un clásico norteamericano, donde los buenos sentimientos, la honradez y el sentido de la familia prevalecen. Después de verla te quedas relajado relajado, te sientes bueno y con unas ganas enormes de abrazar y de querer a todo el mundo.
Ah, con la peli también me he tragado mi menú nocturno bajo en calorías. Bolsa de cacahuetes de 250 grs, media cuña de queso de oveja, medio salchichón, casi una barra de pan y la imprescindible tableta de chocolate Nestlé. Además, claro, de dos Coronitas.
Como de costumbre he acabado con un empacho colosal y con ganas de vomitar. Y con un incomodísimo sentido de culpabilidad.
Ahora mismo acabo de levantarme y estoy muy mareado. Sigo sin notar ningún cambio. Empiezo a preocuparme. ¿Habrá un teléfono de Atención al Cliente para quejarse cuando los pactos con el diablo no tienen efecto?

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El pacto.

No ha sido nada difícil. Mucho más rápido que renovar el DNI. Esta mañana, después del café con leche y la tostada, me he conectado a Internet y he buscado “pactar con el diablo” en google. Me han salido 85.700 resultados. ¿Tanta gente necesita comunicarse con el maligno?
Tras una minuciosa exploración me he decantado por una Web argentina. Era la única gratis. Además se podían imprimir las instrucciones en español para evocar al demonio.
Luego he salido para conseguir los elementos indispensables para la ceremonia. Me he ido al Carrefour, allí tienen de todo. He comprado velas rojas, negras no quedaban, un cuchillo ritual (la dependienta no se ha extrañado nada cuando le he pedido tal cosa...), y un pollo. Lo que necesitaba era un gallo negro vivo para sacrificarlo durante la ceremonia, pero en Agosto no venden gallos para sacrificios y he tenido que conformarme con un pollo de corral congelado de kilo y medio. ¿Por qué en el Carrefour tienen cuchillos rituales? En fin, mejor no preguntar...
Lo único que no he podido encontrar ha sido la sangre de una virgen. En el “Mostrador de Información” me han dicho que son muy escasas y que hay que encargarlas con dos semanas de antelación. En fin, me apañaría sin la virgen.
De vuelta a casa he dado, de inmediato, comienzo al ritual. Para empezar he tenido que desnudarme totalmente. Eso, aunque estuviera solo, me ha provocado un poco de vergüenza y una ligera erección. Resultado: un cuarto de hora perdido esperando que se pasara. No quería que el diablo pensara no sé que cosas...
Una vez más relajado he encendido las velas, he leído despacio y en voz alta la formula mágica para evocar a Satanás y, por último, he cortado la cabeza al pollo con el cuchillo. La alfombra se me ha quedado perdida, pero ha valido la pena. ¡Ha aparecido!
Bueno, aparecer aparecer no ha aparecido pero he escuchado un extraño ruido en la cocina. ¡Tenía que ser Él! A continuación me he esperado un ratito en silencio y ya que no pasaba nada, ni se escuchaban más ruidos he dado el pacto por cerrado. Para ser sincero me había imaginado algo más espectacular, lenguas de fuego, olor a azufre, pero, bueno, supongo que tengo que conformarme. Mi alma no es de mucha calidad y el que me ha visitado será un demonio de segunda.
Por fin me siento feliz, he conseguido siete días de vida excepcional y de poderes extraordinarios. Así por lo menos pone en las instrucciones, siete días. Tengo ganas de empezar. Lo cierto es que de momento no noto nada. Habrá que dejar pasar unas horas para que surjan los efectos del pacto, como con los antibióticos.
De todas formas ya tengo en mente como poner a prueba mis nuevos poderes. Sí, lo tengo muy claro. Lo haré con la rubia que coge el autobús todos los días a la misma hora que yo...

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